En este fin de semana, la Trastienda hospedo cándidamente a más de treinta años de hardocore-punk. Los mismimos pioneros del skate-punk en Argentina.
Aquellos que coronaron innumerables veces Obras, y recientemente el Gran Rex. Massacre, venía como Zeus en el mito de Filemón y Baucis. ¿Por qué decimos esto?, sin ánimos de ser pedantes, porque ninguna de esas palabras, por más significativas que sean, contienen la inmensidad de Massacre. Que solo puede apreciarse cuando aquellos años de trayectoria mítica bajan a la tierra, mezclándose con los mortales.
Los anfitriones trajeron consigo a unos invitados que nos hicieron definitivamente entrar en calor. María Codino, en formato power trío, quien estuvo a cargo de empezar la función. La voz acariciante de ella, junto a las notas titilantes de su guitarra, brindaron lo más refrescante del post-rock. María Codino despierta recuerdos de viajes en ruta y genera un deseo de movimiento. Encontramos estos paisajes cinematográficos en aquella canción encaminada, en que María nos cuenta y adelanta: “Quiero volver a empezar / Ya no me interesa este lugar” — decimos encaminada porque va a salir en dos semanas, según lo que anunció. María Codino, dio la partida a esta noche, enseñándonos un cosmos musical que, al estar en constante expansión, dan muchas ganas de explorar. Otra pista, otra coordenada más: la batería, al comando de Agustín Alecha, que tiene tanto una fuerza asombrosamente distribuida, como maracas que abanican swings lentos como un masaje. Un manjar de punk.
Hubo un breve descanso y enseguida entró Massacre, así de golpe, plasmando la fotografía que tanto los caracteriza: estratégicamente acomodados, maniquíes por doquier de todas las profesiones, desde exhibicionistas hasta astronautas, completos y amputados, como la cabeza decapitada que descansaba sobre el theremín. Esta estética del rock futurístico fue acomodándose al escenario a caballo de “Seguro es por mi culpa”, en una versión como del Oeste. Al mismo tiempo, un piluso acolchonado entronaba la cabeza de Walas (en principio, pues ya llegaría el turno de la legendaria y antiquísima galera). Y todavía se nos escapan mil detalles más; será por la riqueza artística y desbordante de Massacre, o bien debido a que, como dice esa enigmática canción, “Si no alcanzamos a ver los bordes, es porque estábamos en el medio”. No hay que dejar de señalar la fuerte conexión que logra esta banda con el público, tan pronunciada que los bordes se desdibujan, y la gente empieza a subir al escenario. Varios dichosos pasaban a ayudar a Walas en su pelea con el gran micrófono, irónicamente cantando los “tristes” de aquel tema, “Nuevo día”. Es que con Massacre no hay algo así como una cuarta pared, sino “3 Walls”, temazo en que los destellos de virtuosismo ya se empezaban a escapar, resquebrajando la escena, haciéndola gotear. Acá, por ejemplo, los palillos de Charly Carnota, que en aquel repiqueteo que impactan contra el tom, estuvieron a punto de atravesar el parche. No sucedió, pero sí abrió una inmensa ronda en el medio, labrada también por la “Masa”, aparición alucinante de alguien que se había llevado una máscara bajo la manga, y alentaba el pogo, que de a poco iba convirtiéndose el ring.
Otro caso ejemplar de maestría son las guitarras de Pablo Mondello, de las cuales se desprenden los punteos más extravagantes y multifacéticos. Ya nos los cruzamos, aunque recién ahora los mencionamos, en “Nuevo día”: son letalmente cambiantes, como un auto descarrilando, aunque a la vez mantienen una templanza y prolijidad impresionante. Esto se escuchó clarísimo en “Compulsión”, donde los efectos salieron como con un silenciador, haciendo de Pablo y su melena torda y elegante, acorde a su carácter, una suerte de John Wick de la guitarra. Paseó a todos los oyentes por una variadísima serie de ambientes, texturas y ánimos: durante esta canción, la guitarra cambia de pieles como tres veces, desde sonidos compulsivamente vomitivos, pasando por unos épicos, y hasta otros sumamente fluidos y deslizantes. Un mínimo paréntesis: en este tema se asomaba un riff cercano al de “Light my fire”, lo cual puede ser un indicio de esa influencia universal que son los Doors. Todo esto al son de los cánticos arábigos de Walas, entonando y estirando “La salvación / la compulsión será”, dando la sensación que encantaba a una cobra hambrienta — lo cual de alguna manera sucedió inmediatamente después. Cuando sonó “Sofía, la super vedette” un palo con una calavera de cotillón era empuñado por Walas, con la que hipnotizaba al público desde esta canción de una profundidad asfixiante, entre onírica y divertida, como un repentino affaire.
Massacre goza de un rock tanto adelantado en lo futurístico de sus sonidos, como indescifrable en lo agridulce de sus presentaciones.
Pero todo esto sucedió más hacia el final del recital. ¿Cómo puede ser? Se mezclan los recuerdos, masacrados, que no admiten cronología. El orden lírico de los acontecimientos hizo que sonase “La octava maravilla”, himno en el que nadie se quedó ni quieto ni callado. Todos fueron sometidos, en otro momento, a la decena de pequeños platillos circundados e incrustados en la pandereta de Walas, conducida por sus oscuros guantes de cuero en “Querida eugenia”, al son de unas cuerdas mitad guitarra, mitad cítara, a lo Sgt. Pepper’s, recuperando el jugo más precioso de los ’60 — el de la psicodelia. Esto se reanuda luego en “No tengo captura”, en que además se incubó una especie de funk, haciendo que se desate el baile y la gracia en todo el campo, pero que volvía a un reposo cuando se enganchaba la pandereta, pero de vuelta a la agitación, y de una vez por todas al pogo con los bombos de Charly, que entraron como un cross derecho de Floyd. La cuestión venía estando inquieta, ya que antes había sonado “Juicio a un bailarín”, en que la púa de Pablo volvería a rabiar, respaldada por un agudo que provenía de otra dimensión: el del theremín, también al comando de Walas, y escurriéndose entre los bajos de Bochi Facio. Por lo demás, cómo dejar de mencionar a “Ella va”, estreno reciente que gran parte de las personas esperaba con mucha vehemencia que tocasen en esta ocasión: y así fue, con muchísima vehemencia, que sonó sobre un constante ruido, el de los saltos. Las piernas se iban preparando para el final. No faltó tampoco “Tanto amor”, retenida en el tórax de la audiencia, que al soltar terminaron superando a los parlantes porque salía la voz de Walas, o mejor, suplantándolos. Y los infaltables, “Te leo al revés” y “Mariposa”, que tuvieron lugar, resultando de alguna manera galácticos, transportándonos del teatro a un espacio ajeno, exterior, entre los fraseos de Pablo y las ideas crípticas de Walas.
Por suerte, no hizo falta que nadie se subiera al escenario, a buscarlos para que toquen una más: los reclamos del público fueron atendidos y, más todavía, superados — porque tocaron más de una. De alguna manera u otra, todo terminó como debía terminar. Desde el medio del estadio, varias personas como puntos fueron haciendo lugar hacia los perímetros. Entonces, comenzaron a girar, con una velocidad en ascendencia. Así, se formó el círculo, el pogo perfecto. Este tuvo su punto cúlime, su fin o conclusión, estallando y rompiendo en variadísimas formas y contorsiones: cuerpos arrastrados por los aires una y otra vez hasta el escenario, otros cuerpos también, tales como bebotes o el torso de una mujer, que Walas hacía desfilar por todo el escenario, y aquel “Oh, oh, ohhh” que se expandía a mil voces. O sea que en esta noche Massacre redondeó con “Diferentes maneras”, y en fin, con un recital que no pudo resultar de mayor inmensidad.
De la Vieja Escuela tuvo el placer de formar parte de todo esto. Y tiene la esperanza de que, mediante algunas palabras ilustrativas, e imágenes que lo expliquen, puedan revivirla, si es que fueron. Y si no, por lo menos, hacerles sentir un poco, todo lo que pasó en una noche realmente increíble.
Crónica realizada por Theo Ortega Di Pietro, fotografía a cargo de Lucas Abregú Castillo, para www.delaviejaescuela.com
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