“Lobo está” por Larisa Colacelli

¿Qué hacés? Pasá…  Esto es La Ganga Literaria; una historia y un tema en loop. Fácil. Una experiencia. Aunque si no querés escuchar el temita repitiéndose mientras leés, porque te distrae, lo podés escuchar después pensando fuerte en la historia. O lo podés escuchar antes; da lo mismo. Tampoco te vamos a andar vigilando.  

Pero leelo. Y escúchalo. La cosa es que los mezcles como los que mezclan este vinito con ese quesito, la pizza con la cerveza, la tuca con la uña y esas cosas que dan placer y que son un acto de justicia y de amor propio.

Ojo: esta experiencia se disfruta mucho más si transita en horario laboral, robándole minutos a tu jefe; vos sabés.

También si estás fumado y con buenos auriculares. O fumado en el trabajo… Bienvenidx

“Uno, dos, tres…” La voz aflautada se iba alejando… “Cuatro, cinco, seis….” Se hacía cada vez más ronca… “Siete, ocho, nueve ¡diez!” El lobo se acercaba…
Nadie entiende porqué le temo a los espejos. En casa, mamá y papá, un buen día decidieron taparlos con unos lienzos negros.
Cuando era más chiquitita creía que los monstruos eran sólo un invento de los mayores para que nos portásemos bien.
Me acuerdo de las tardes en lo de mi abuela; las siestas eran sagradas: ¡Sofi, dormí que viene el hombre de la bolsa y se lleva a las nenas que están despiertas!
Yo me acostaba sólo para darle el gusto y no hacerla renegar, pero cuando ella lanzaba el primer ronquido, me acercaba a la ventana con un ojo en la rendija del postigo roto a mirar hacia la vereda. Ahí me quedaba espiando, esperando que aquel mítico hombre nunca llegara, y nunca lo hacía.
Lo cierto es que ahora que estoy más grande, ya cumplí once años: ahora, ya no soy igual a mí.
Ya no disfruto disfrazándome, imitando a mamá con sus tacos y vestidos; ni pintándome los labios de rojo mientras juego frente al espejo. Me encantaba hacerlo, amaba hacerlo, era uno de mis juegos favoritos, pero ya no.
Ahora un reflejo mío en el cristal, me paraliza. Hay otra nena que me mira, no la reconozco, tiene una sonrisa pícara y mala, sé que esconde un secreto oscuro. Me provoca escalofríos, me aterra, atraviesa el espejo y me atrapa en sus garras sucias. No estoy sola, alguien más me observa. A veces, amanezco mojando el colchón, por las pesadillas.
Y a causa de mis miedos, ya no somos la misma familia. A veces apoyo mi oreja en la pared del cuarto y escucho cómo tiembla el cemento en mi sien; los gritos de mis papás atraviesan las piezas, ellos discuten mucho desde hace un tiempo; por mi culpa, por culpa de mis miedos.
En el fondo la gran culpa es de los espejos. Todas mis pesadillas, mis penumbras, mi orina y mi amnesia, se esconden en los espejos. No me acuerdo porqué. Ya entramos en el verano, es viernes y un olorcito dulce
me despierta: el horno está encendido, mamá cocinó su tarta de manzanas, papá está lavando el auto. Me siento en el diminuto lugar que queda en la mesa de la cocina, repleta de comidas y bebidas. Mi mamá me contempla con dulzura, acaricia mi flequillo y me dice: ¡Vamos, Sofi! Desayuná y
arreglate, que hoy vamos a cenar a la casa de Julio y Fran; van a estar todos, te va a hacer bien reencontrarte con tus amigos.
El viaje es largo así que toda la casa esta revolucionada con preparativos.
A las cinco PM empezamos a cargar todos los bártulos en el baúl del auto, y salimos. Durante dos horas mi cara con mueca de nada apoyada
en la ventanilla, aburrida y en silencio, mirando cómo cambiaba el paisaje. Dejábamos atrás las calles de asfalto, las veredas con árboles de copas prolijas, las tejas rojas, los maniquíes posando en las vidrieras, el humo de los colectivos. El auto comenzó a aminorar paso sobre la tierra, se asomaba el verde, los eucaliptos añosos, el olor a bosta de caballo, las vacas con esa expresión de saber su destino.
Abrí la ventana y dejé que ese viento suave y cálido del verano acaricie mi pelo. Entonces el olor a pasto me hizo rememorar… Esto solía hacerlo cada verano, cada vez que íbamos de visita. Comenzó a sonar en mi cabeza una canción: Juguemos en el bosque mientras el lobo no está: ¿Lobo está?
El eco de la voz ronca del lobo me causaba miedo.
Yo adoraba estar en las reuniones mientras los grandes hacían una extensa sobremesa. Los chicos nos divertíamos jugando en el cuarto delantero de la casa chorizo de Antonio, el tío de Juancito, que era como el tío de todos: era grandote y medio torpe pero compinche, nos contaba historias, jugaba a las escondidas, a las prendas, al cuarto oscuro.
¿Lobo estás? No entiendo porqué pero hoy no tengo ese ánimo para
jugar. Todo ese verde se me viene encima, así que cierro la ventanilla. Papá dice que ya estamos llegando. Estaciona frente a esa enorme casa vieja, de ventanales altos con bocas en la parte de arriba que se abren como insinuando comer a los invitados. Un inmenso comedor cargado de voces y risas exageradas, nos recibe. De repente se acerca Antonio, con sus brazos abiertos diciendo: ¡Miren quién está acá! ¡Hola Sofi! ¡Estás enorme, dame ese abrazo!
Acá estoy yo ingresando en trance, la memoria me cachetea con flashes de lo que pasó en ese ropero con espejos en las caras internas de sus puertas.
Escucho uno, dos, tres… ocho, nueve, diez… ¡te atrapé! ¡Acá está tu tío! ¡Te tengo! Ingresa en el ropero en silencio y me dice: juguemos a intercambiar secretos, vos me contás uno y yo otro, con la promesa de guardarlos por siempre. El juego consiste en contar aquello que tengamos más oculto mirándonos al espejo. Contesto que sí, que una vez jugando a merendar con
mis muñecas, usé la tetera de porcelana que mi mamá guardaba con mucho recelo porque era de mi bisabuela, y sin querer se me rompió; así que la escondí bien en el fondo del bahiut, y nunca se dio cuenta.
Antonio escucha mi secreto. Y acariciando mis cachetes me dice: tranquila Sofi, si hacés lo que te pido, tu secreto va a estar a salvo conmigo. Sólo tenés que mirar al espejo sin hacer ruido. Yo le hago caso y al instante empieza a hacerme cosquillas en la panza, a tocar mis rodillas, insistiendo en que solo mirara al espejo.
Ahora, mamá me sacude diciendo: ¡Sofía! ¿Estás bien?
¡Te está saludando el tío!
Me incorporo frente a él, que con sus garras abiertas espera mi abrazo. Temblando elevo mi brazo derecho, dejando un charco en el parquet, apunto mi dedo índice señalándolo a él y grito:¡Lobo está!

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