GANGA LITERARIA: “Oymyakon” por Mary Cantor.

¿Qué hacés? Pasá…  Esto es La Ganga Literaria; una historia y un tema en loop. Fácil. Una experiencia. Aunque si no querés escuchar el temita repitiéndose mientras leés, porque te distrae, lo podés escuchar después pensando fuerte en la historia. O lo podés escuchar antes; da lo mismo. Tampoco te vamos a andar vigilando.  

Pero leelo. Y escúchalo. La cosa es que los mezcles como los que mezclan este vinito con ese quesito, la pizza con la cerveza, la tuca con la uña y esas cosas que dan placer y que son un acto de justicia y de amor propio.

Ojo: esta experiencia se disfruta mucho más si transita en horario laboral, robándole minutos a tu jefe; vos sabés.

También si estás fumado y con buenos auriculares. O fumado en el trabajo… Bienvenidx

“Oymyakon” por Mary Cantor.

Ana había llegado antes de su trabajo tal como lo tenía organizado. No veía el momento de entrar a su casa. Oymyakon en invierno era difícil de tolerar. Las pocas horas de luz, la noche interminable y ese frío que lo cubría todo e ingresaba a su cuerpo invadiéndolo como un ejército que la atacaba por todos los flancos,  afectaba profundamente su ánimo. ¡Hasta las lágrimas se congelaban a la intemperie! No por nada es considerado el pueblo más frío del mundo, habiendo llegado a los – 71° de temperatura.

Estaba inquieta, abstraída por sus pensamientos, mientras se descalzaba y masajeaba sus pies entumecidos, antes de ponerse las pantuflas peludas que se había comprado el invierno anterior; cuando escuchó el ruido de la llave en la cerradura y el infaltable portazo de Nicolás.

-Ana… Ana…  Ana… ¡No sabés lo que ví!

Ella no sabía y tampoco a esta altura le interesaba. No podía esconder sus nervios- ¿Qué? –dijo, mientras se acercaba y empezaba a  juntar todo lo que él iba tirando entre el sillón y el piso. Estaba harta de repetir los mismos movimientos, como si fuera una obra de teatro, donde se reproduce  la misma escena noche tras noche.

-En la ruta, a la derecha del camino, media hora antes de llegar a la granja, un oso que vimos a lo lejos, tenía inscripto en negro T -34.

– ¿Estás seguro?

– Sí. ¡Serguey lo grabó con el zoom y pudimos ver claramente lo que decía!

– Me parece rarísimo, dijo ella mientras colgaba la ropa de abrigo, el bolso, llevaba al dormitorio las botas de él y mecánicamente le daba el calzado que usaba dentro de la casa.

Nicolás  la seguía mientras en el aire se ponía los zapatos, intentando en vano contagiarle el entusiasmo por el relato.

Montones de veces Ana intentó convencerlo de irse lejos de allí. No lograba acostumbrarse a la soledad ya que era imposible la vida social, había menos de 500 habitantes y todos más allá de la jornada laboral, vivían recluidos en sus casas debido a la hostilidad climática. El baño, en la casilla fuera de la casa, la hacía sentir que vivía en la edad media. Él siempre prometía que lo iba a pensar,  argumentaba que sus trabajos eran estables, mal pagos, pero estables.

Ana no era de allí. Había nacido en Moscú. Tenía un carácter extrovertido, era una chica alegre. Compartió su feliz infancia con su amiga Ryba. Les encantaba salir a pasear y juntarse en la casa de alguna de ellas a mirar películas acompañadas de largas e insomnes charlas. En 1990, siendo ellas adolescentes, los padres de Ryba decidieron emigrar a Italia. Ana y Ryba nunca más se vieron.  Siguieron en contacto a través de esperadas y largas cartas que hicieron más llevadera la incomprensión adulta. Los mails reemplazaron el papel permitiendo el contacto más frecuente. Ana soñaba con ir a Italia. Ana se veía en cada uno de los paisajes italianos. El color lo invadía todo. Era vida. El blanco y negro. La nieve y la noche eterna la hundía  en una realidad acromática.
– ¿Querés verlo?- Seguía insistiendo él con la determinación de un chico.  -Serguey lo subió a Facebook y ya tiene miles de visualizaciones.

Sólo para callarlo aceptó. -¡A quién se le puede ocurrir hacer semejante barbaridad!

– ¡Es el recuerdo de la gran guerra, Ana! ¡El tanque T 34, el honor de la victoria!

– ¿Y qué culpa tiene el oso? Le contestó ella intentando finalizar la conversación.

Ellos se habían conocido en el bar “BQ café”, frente a la plaza Roja de Moscú. Ahí ella era camarera, él estaba de paso, se enamoraron y  ella lo siguió  hasta Oymyakon. Nunca imaginó que iban a permanecer tantos años ahí. Conseguir trabajo era difícil, y a Nicolás un primo le consiguió uno efectivo. Se instalaron en el pueblo y al poco tiempo ella consiguió uno en la oficina del municipio muy cerca de su casa.

El seguía hablándole, en un eterno monólogo, ya no del oso, sino de la guerra, de los relatos de su abuelo cuando tripuló uno de esos tanques convirtiéndose en todo un héroe, mientras ella en silencio,  se ponía el delantal y comenzaba a cortar las verduras como una autómata, tratando de calmar el volcán que se iba encendiendo en su interior.

 La idealización de la realidad duró pocos eneros. Ana sentía, a sus 35 años, que ya no contabilizaba el tiempo a partir de sus cumpleaños, sino de los inviernos. Su espalda se iba encorvando y las contracturas se iban convirtiendo en artrosis. Poco a poco fue perdiendo la alegría y la juventud  inmersa en lo cotidiano.

Sin darse cuenta, los momentos que compartían  eran cada vez más extraños. Él, sumido en el alcohol, como la mayoría, debido al frío; ella, entre sus ensoñaciones y las tareas domésticas de las que era única responsable.  No lograba decodificar ni modificar esa situación. Ni siquiera se revelaba ante lo que sucedía. Estaba anestesiada.

Sus intereses y los de Nicolás estaban yendo por otros caminos. Él estaba feliz, o al menos eso parecía, con la vida que llevaba, mientras que ella sentía que la suya se iba reduciendo.

No podía, ni quería, escuchar sus historias. Quería y necesitaba un cambio. Hacía rato que iba madurando dentro de ella esa idea. Los extensos mails que le escribía a su amiga le ayudaron a ver lo que estaba haciendo con su vida y a tomar una determinación.

Al anochecer, antes de cenar, Nicolás permanecía desparramado en el sillón acompañado por la botella de vodka (a pesar del pedido de Ana para que no bebiera antes de cenar, en especial esa noche),  mirando por décima vez un partido de futbol, con  la imagen deteriorada en blanco y negro, en que la selección de la Unión Soviética vencía 11 a 1 a la India en el año 1958.  Ella dejó la comida en el fuego y se fue a su dormitorio. Tomó el teléfono con ansiedad, Ryba estaba esperando su llamado. Tuvieron una larga conversación. Ryba terminó de animarla para que no lo dilatara más y  esa noche le planteara a él su decisión. En su mesa de luz estaba su pasaje. Bajo la cama la valija hecha. Estaba dispuesta a bajar el telón. Debía ser ésta,  la última función.

Ana se incorporó haciendo un esfuerzo como si estuviera  cargando un gran peso, ya no podía volver atrás. Se fue a la cocina, tomó el repasador y la cuchara de madera. Destapó la cacerola, revolvió el borsh al que le había agregado trozos de carne de reno, lo probó y le agregó un poco de sal, poca, ya que él tenía un poco de presión arterial. Apagó el fuego, puso los platos y los cubiertos sobre la mesa, buscó una tabla y  la apoyó en el centro de esta y encima depositó la cacerola con el cucharón.

– Nicolás,  vení que ya serví la comida.

– ¡Esperá! ¡Esperá que en diez minutos termina!

– Se enfría la comida, ya lo viste  montones de veces. A veces creo que sólo  pasan estos partidos para vos.

– ¡Te dije que ya voy! ¡Empezá a comer vos!

Esa frase hizo que algo detonara en su interior. No era la primera vez que él se la decía. Podía parecer inofensiva pero no lo era. Seguramente Nicolás no quiso herirla. Pero en sus entrañas,  sintió  como si sólo fuera un mueble más en esa casa, su desinterés hacia ella y la ausencia total de diálogo. ¿Cómo llegaron a eso?

La culpa. A pesar de todo, ella sabía que él la quería a su manera. A ella ya no le alcanzaba con eso. Mil veces imaginó qué sería de él cuando ella se fuera. Sentía que en su espalda estaba el peso y manejo del hogar. ¿Sería por eso que se veía cada vez más encorvada? ¿Él podría vivir solo? ¿Cómo se arreglaría?

Él no se imaginaba que ésta no sería una cena más.

Tenía que decirle que en la mañana se iba a ir, que ya tenía los pasajes para hacer todas las combinaciones para llegar a Italia. Había pensado infinitas maneras de contárselo sin herirlo. En definitiva era un buen hombre y había compartido un tramo importante de su vida.

Mientras miraba el partido él tomó más de lo que su equilibrio emocional le hubiera permitido. Esperó a que terminaran los 90 minutos para sentarse a comer. Hizo lo que quiso, como siempre. No le importó el pedido de su mujer. Ella tenía el estómago cerrado por los nervios. Lo esperó para servir la comida. Un plato abundante para él, que siempre repetía, y muy poco para ella.

Con el sonido de fondo del canal deportivo (el único que se veía estando él allí), comenzaron a comer. Él con notorio apetito y ella revolviendo la cuchara como buscando en el fondo del plato la manera de enfrentar la realidad. No encontraba las palabras a pesar de sus ensayos previos.

Interiormente tenía miedo a la reacción de Nicolás. Había tomado. Ella trataba de no hablarle en esas circunstancias. Había aprendido a sortear esos momentos con el paso del tiempo. Lo dejaba comiendo en silencio, sacaba de la mesa y juntaba todo para limpiarlo a la mañana siguiente (en Oymyakon ni siquiera habían cañerías, se hubieran congelado). Pero esta vez tenía que hablarle.

Le tembló la voz desde que comenzó. Empezó con rodeos. No pudo ser todo lo directa que hubiera sido necesario para terminar el monólogo lo más rápido posible.

Él seguía comiendo. A esta altura ella no entendía si no había sido clara, si él no había comprendido o si estaba digiriendo sus palabras. Ella sintió que el tiempo se había detenido. Sólo se escuchaba un aviso publicitario desde la televisión. Una corriente de frio pasó por todo su cuerpo cuando sin mediar palabra Nicolás se puso de pie y trastabillando se dirigió hacia el dormitorio. Ella se quedó inmóvil. Su cuerpo no le respondía.

Durante un mes, en el pueblo, la gente sólo hablaba de esto. Sus compañeros de trabajo aturdidos con la noticia no lo podían entender, nunca lo hubieran imaginado. Hasta el día de hoy, ningún vecino admite haber escuchado los disparos; es que en Oymyakon, en invierno nadie sale  en las noches.

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